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Verdes, amarillos y negros: tres visiones interesadas sobre el cambio climático

  • Lunes, 17 Marzo 2008 @ 12:25 CET
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Artículos Con el petróleo paseando por los mercados a 110 US$ el barril y sin que la velocidad de las subidas de ya ni siquiera tiempo suficiente a los economistas del papel salmón o sepia a buscarse una excusa coyuntural para cada salto discreto hacia arriba (huracán, huelga, guerra, explosión, especulación, crecimiento de los pobres, etc.), y a esconder la falta de razón para que, cuando se deja de dar, el precio del petróleo vuelva “a su ser”, si es que hay forma de fijar ese límite (son 30 US$/b suficientes? ¿Serían 60 US$/b hoy? ¿Se podrá volver a los 10 US$/b de hace menos de una década?), los nervios afloran y las presiones de determinados sectores saltan a los medios. Y como en toda crisis, unos golpean a los otros, en busca de sus propios nichos de supervivencia.

En esta ocasión y por su vibrante actualidad e interés público, traemos a Crisis Energética y comentamos en estas páginas (en negrita y en cursiva, entre líneas, como es habitual), un artículo aparecido hoy en el diario español El País, firmado por John Gray, autor de Black Mass: apocalyptic religion and the death of utopia (Misa negra: la religión apocalíptica y la muerte de la utopía), titulado "Los verdes y el cambio climático".

Mezclando frases y opiniones en ocasiones muy acertadas y efectistas, Gray critica en este artículo a los verdes, por sus sueños inviables de que las renovables puedan reemplazar a los combustibles fósiles, parece haberse dado cuenta de que el crecimiento tiene límites (¡alguien, por fin!...aunque sólo lo parece), pero desde luego, huye de aceptar que estemos ni siquiera con un cenit de la producción en el horizonte, aunque sea un horizonte histórico, critica el desaforado intento de utilizar biocombustibles. Pero finalmente, Gray lleva el ascua a su sardina y termina concluyendo, paradójicamente, para alguien que acepta que hay límites al crecimiento, que la solución no pasa por plantearse el crecimiento, sino por guardar a buen recaudo los gases que se emitan…y seguir el rumbo

Si alguna vez ha habido un ejemplo de cómo la humanidad es incapaz de soportar el exceso de realidad, es el debate actual sobre el cambio climático. Ninguna persona razonable duda ya de que el mundo está calentándose, ni de que ese cambio se debe a las acciones humanas. Aparte de un grupo cada vez menor que rechaza los hallazgos inequívocos de la ciencia, todo el mundo está de acuerdo en que nos enfrentamos a un reto sin precedentes.

A la hora de decidir qué hay que hacer, la mayoría de la gente -incluidos casi todos los ecologistas- rehúye las incomodidades que acompañan al pensamiento realista. Parece que George Bush ya se ha convencido de que la ciencia del clima no es una conspiración de izquierdas para destruir la economía estadounidense. Sin embargo, tanto él como el resto de nuestros dirigentes políticos siguen insistiendo en que el crecimiento no tiene límites. Mientras adoptemos nuevas tecnologías que se suponen inocuas para el medio ambiente -como los biocombustibles-, la expansión económica puede seguir como hasta ahora. En el otro extremo del espectro, los verdes tienen la fe puesta en el crecimiento sostenible y las energías renovables. Las raíces de la crisis ambiental, dicen -y aquí están de acuerdo con Bush-, están en nuestra adicción a los combustibles fósiles. Con que pasemos al viento, las olas y la energía solar, todo irá bien.

Curioso John Gray. Aquí acepta, por inferencia, que el crecimiento tiene límites, ya que acusa (no sin razón) a los gobernantes mundiales de no entender que los hay y que en eso, los ecologistas son compañeros de viaje del crecimiento infinito. Esta es una primera falacia, pues si bien es cierto que la mayoría de los ecologistas tampoco reconocen límites al crecimiento, hay algunos que sí lo hacemos. Al final del artículo veremos si él mismo lo hace

Desde el punto de vista político, Bush y los verdes no pueden estar más alejados; ahora bien, en lo que sí están unidos es en su resistencia a la verdad más fundamental en la crisis del medio ambiente, que es que no puede resolverse sin reducir enormemente nuestro impacto sobre la tierra. Esto significa disminuir la producción de gases de efecto invernadero, pero, en este aspecto, las políticas de moda hasta pueden ser contraproducentes. El paso a los biocombustibles, encabezado por Bush pero en marcha también en varias partes del mundo, significa más destrucción de bosques tropicales, que son un importantísimo regulador natural del clima. Reducir las emisiones al tiempo que se destruyen los mecanismos naturales de absorción del planeta no es una solución. Es una receta para el desastre.

Ligero y hábil o astuto cambio de tercio de Gray. Se acabaron los límites, Ahora se trata de reducir el impacto de las actividades humanas sobre la tierra, especialmente las emisiones de gases de efecto invernadero, que al parecer son el único mal que asola al planeta por causa de la actividad humana. Y ataca el vuelco desesperado y masivo hacia los combustibles organizado por Bush y sus seguidores. Muy hábil, dando una de cal y otra de arena. Los demás, aplican políticas “de moda”. Él, por supuesto, no.

Las recetas habituales de los verdes no suelen ser mucho mejores. Muchas energías renovables no son tan eficientes ni tan inocuas como se dice. Unas granjas de molinos de viento antiestéticas e ineficaces no nos van a permitir renunciar a los combustibles fósiles, y la energía hidroeléctrica a gran escala tiene tremendos costes ambientales. Los métodos orgánicos de producción de alimentos pueden tener beneficios significativos en el sentido de que mejoran el bienestar de los animales y reducen los costes de combustible. Ahora bien, no contribuyen a detener la destrucción de la naturaleza que acompaña a la expansión de la agricultura para alimentar a una población humana cada vez más numerosa.

Es decir, las panaceas verdes convencionales no se diferencian tanto de las políticas de Bush. En los dos casos, el resultado no puede ser más que un planeta que habrá perdido su biodiversidad y una humanidad expuesta a un entorno cada vez más hostil. La tecnología, hasta cierto punto, puede sustituir la biosfera destruida, pero, como ocurre con un paciente que vive enchufado a las máquinas, viviremos con los días contados. Un día, la máquina se parará.

Continuando en el olvido de los límites del crecimiento, con que arrancó el artículo de forma tan pujante, ahora reorienta la artillería contra los molinos de los verdes (unas granjas de molinos antiestéticas, dice…) y hasta golpea a los sistemas orgánicos de producción de alimentos, que admite ofrecen mejoras peor no ayudan a detener la destrucción de la naturaleza, inherente a la expansión de la agricultura – Gray golpea en primer lugar a los cultivos orgánicos; deja para más adelante una crítica de menor rango a los cultivos industriales y la agricultura intensiva, que son más dañinos aún y habla maravillas, sin ofrecer datos, de la agricultura "genética"; no tiene desperdicio este hombre. Y curiosamente, dice que la tecnología tampoco va a resolver el problema aunque ayude. Veamos en que termina todo este rosario.

La incómoda realidad, que ambos lados del debate ambiental ignoran o niegan, es que un estilo de vida tan necesitado de energía como el que se disfruta en las zonas ricas del mundo no puede ampliarse a una población de 9.000 o 10.000 millones de seres humanos, el nivel previsto en los estudios de la ONU para mediados de siglo. Por lo que respecta a los recursos, los números humanos ya son insostenibles. El calentamiento global es la otra cara de la moneda de la industrialización mundial, y las reservas de gas natural y petróleo que necesita la industria están llegando a su máximo precisamente en un momento en el que su demanda aumenta a toda prisa. Al contrario de lo que dicen los verdes, no existe la menor perspectiva de que el mundo vaya a abandonar el uso de los combustibles fósiles. No hay más que preguntar a cualquier economista competente, y se verá que, por más que se extiendan las energías renovables, es imposible satisfacer la demanda de energía que se genera en China e India. Y, de todas formas, ¿acaso alguien cree que los países que están enriqueciéndose gracias a los hidrocarburos -Rusia, Irán, Venezuela y los Estados del Golfo- van a renunciar a ellos? Mientras exista una demanda suficiente de combustibles fósiles, esos países seguirán extrayéndolos, sean cuales sean las consecuencias para el clima mundial.

Ya saltó y soltó su mensaje. Resulta que el crecimiento al que se refería Gray que debe tener límites, es el de la población humana, no el del consumo de energía por persona, por país o por región. Por supuesto, el “estilo de vida” que menciona Gray, es intocable. Si en una ecuación de consumo y emisiones, producto de dos variables: población y “estilo de vida”, la situación llega a ser insostenible, ya saben: a limitar la población. Glorioso. La de cal, es que posiblemente, y en contra de lo que dice Greenpeace, no hay verdaderamente perspectivas de que el mundo vaya (pueda) abandonar el consumo de combustibles fósiles. Las paletadas de arena que va echando a la argamasa de su argumento, son que ahora los responsables del desaguisado, sean por un lado India y China (otra vez a vueltas con esa cantinela; pareciera que los europeos, estadounidenses o japoneses no han roto un plato en toda su vida) o que los países que se enriquecen con los hidrocarburos (todos ellos ya convenientemente calificados como “malos” por Occidente, cuando no “ejes del mal”) sean Rusia, Irán, Venezuela y los Estados del Golfo, que son egoístas y no quieren dejar de producir porque hacen mucho negocio. Aparece en Gray algo poco novedoso: esa cínica memoria selectiva que olvida la actuación de EE. UU. como principal productor, consumidor y exportador del mundo durante décadas y que todavía es un ingente productor (cerca de 7 millones de barriles diarios; casi el doble que el “perverso” y egoísta Irán y más del doble que los malos venezolanos) o los pulcros noruegos, daneses o el Reino Unido, grandes productores, hasta ayer mismo y todavía hoy mucho exportadores y grandes consumidores, que no aparecen en el mapa mundial del “egoísmo” del enriquecimiento de los altos precios del petróleo, aunque se ensucie el planeta. Esa es la visión interesada, selectiva y torticera de tipos como Gray. Esta forma de encanallar a determinados países, haciendo coincidir la geografía del petróleo con la geografía del terror o de la avaricia, cuando son los países de residencia y aplauso del autor del artículo los que controlan los mercados, la tecnología de exploración, extracción y refino, los medios de transporte y distribución y por supuesto los márgenes, se está generalizando peligrosamente. Es del todo punto inaceptable y aquí se denuncia expresamente.

La única forma de avanzar es disminuir la necesidad de combustibles fósiles y, al mismo tiempo, dado que es imposible renunciar a ellos por completo, hacer que sean más limpios. Eso significa utilizar sin reparos unas tecnologías que muchos ecologistas ven con pavor supersticioso. La energía nuclear tiene los sabidos problemas de la seguridad y el tratamiento de los residuos, y no es, ni mucho menos, una panacea. Sin embargo, su demonización es típica de las peores ideas fantasiosas de los verdes. Aunque la energía solar tiene posibilidades, no hay un tipo único de energía renovable que pueda sustituir a los combustibles sucios del pasado industrial.

Si rechazamos la opción nuclear acabaremos inevitablemente volviendo al carbón. Existen nuevas tecnologías que pueden hacer que el carbón sea más limpio. Pero ésa no es razón para dar la espalda a la energía nuclear, que ya está prácticamente libre de emisiones. Lo mismo ocurre con las cosechas transgénicas. La ingeniería genética supone un tipo de intervención humana en procesos naturales cuyos riesgos no se conocen aún del todo. Pero su alternativa es seguir adelante con la agricultura de estilo industrial, cuyos efectos destructivos en la biosfera son muy visibles.

Y en llegando al final del artículo, John Gray dispara todas las baterías, sin rubor y sin pudor. Primer disparo de fogueo: aceptar que la única forma de avanzar es disminuir la necesidad de combustibles fósiles. Pero veamos luego qué se le ocurre. Primer disparo con fuego real: la energía nuclear, o energía “amarilla” (por los signos de los carteles que anuncian la radiactividad) sin rodeos, como el mismo dice. Sin complejos. Acepta que no tiene resueltos problemas importantes, pero si hay que mantener el “estilo de vida”, aquellos a los que se les ocurra apelar al principio de precaución, serán llamados “demonizadotes”. Segundo disparo: la energía solar es un juguetito y no sirve (se supone que para mantener el sacrosanto “estilo de vida”). Otro disparo de fogueo: la ingeniería genética, que no se sabe qué pinta aquí, porque no lo sustancia, salvo que sea para ponerla en contraposición a la “agricultura de estilo industrial”, siendo ésta muy mala y la otra muy buena (de la agricultura orgánica ya sabemos su opinión). Este hombre no tiene desperdicio. Y a estas alturas, seguimos sin saber a qué se refiere con su aceptación original de que el crecimiento tiene que tener límites. Seguimos sin verlos.

Cualquier remedio factible para la crisis del medio ambiente tiene que contar con soluciones de alta tecnología. Si se tienen en cuenta las aspiraciones legítimas de las personas que viven en los países en vías de desarrollo, las estrategias de alta tecnología son las únicas que disponen de alguna posibilidad de reducir la huella humana. Pero también será necesario romper el tabú supremo y afrontar la realidad de las presiones de la población.

La hora de las conclusiones para Gray, después de tan reveladora exposición de hechos. Hay que apelar a la “alta tecnología” (en el pasado, se denominaba la alta jerarquía de la Iglesia o los supremos sacerdotes. Toda una carrera de la sociedad industrial, en la que la tecnología no ha tenido límite ni cortapisa alguna y viendo en los últimos ciento cincuenta años que cuanto más tecnología, más consumo y ahora resulta que la “alta tecnología” es la única que nos va a salvar, aunque él mismo dijera que sólo sirve para ayudar, unas líneas más arriba. Eso es fe. Es la ventaja del articulista de postín: que no tiene que justificar con datos ningún postulado. Y por si fuera poco, el subalterno, por decirlo en términos taurinos, prepara la puntilla: hay que romper el “tabú supremo y afrontar la realidad de las presiones de la población”. Ahí es nada. Se da una larga cambiada, aceptando de corrido que los “países en desarrollo” también tienen derecho a “aspiraciones legítimas” (que no especifica; no se sabe si son el derecho a la vida o el derecho a consumir con el mismo frenesí que los occidentales). Ahora resulta que el reconocimiento de los límites pasa por meter mano a la población, no al “estilo de vida”. Eso no. Eso no es un “tabú supremo”; es sólo algo natural; ser enfermizamente rico, acumular bienes sin tasa, gastar o consumir de forma escandalosa, es mucho más natural, al parecer, que tener hijos. Pero veamos las cosas con frialdad. A lo mejor se está autopostulando él para reducir la “huella humana”, mediante el conocido y eficaz sistema de darse un pistoletazo en la sien. Dado que Gray debe consumir como quinientos niños de Chad, haría posiblemente un gran servicio a la reducción de la “huella humana”

Los activistas verdes, los economistas del libre mercado y los fundamentalistas religiosos pueden dar la impresión de no tener mucho en común. No obstante, todos están de acuerdo en que no hay nada que no pueda resolverse con un mejor reparto, un crecimiento más rápido y una transformación de los valores humanos. En realidad, el eternamente impopular Malthus se acercaba bastante a la verdad cuando, a finales del siglo XVIII, afirmó que el crecimiento de la población acabaría por superar a la producción de alimentos. Se suponía que la agricultura industrial iba a acabar con la hambruna. Pero resulta que depende demasiado del petróleo barato, y, con las tierras que están perdiéndose para otros cultivos como consecuencia del paso a los biocombustibles, están volviendo a aparecer los límites a la producción de alimentos.

Más que centrarnos en programas fantasiosos sobre energías renovables, debemos garantizar métodos anticonceptivos y aborto libres y gratuitos en todas partes. Un mundo con menos gente estaría mucho mejor preparado para abordar el cambio climático que el mundo superpoblado al que nos encaminamos.

Todavía merece la pena luchar por un mundo habitable y humano. Pero se necesita pensar con realismo, y ése no es el fuerte del movimiento ecologista. Sería irónico que, por culpa de su hostilidad irracional respecto a las soluciones de alta tecnología, los verdes acabaran siendo una amenaza para el planeta equiparable a la que representa George W. Bush.

Al final, cantó Gray sobre su idea de los límites del crecimiento. No se trataba de reducir los indecentes niveles de consumo de las sociedades opulentas. No. Eso no está en cuestión. Eso es sagrado. Ir de vacaciones a Cancún son “aspiraciones legítimas”, que no hay que poner en duda. Lo que hay que hacer es extender a los pobres del mundo, que al parecer se reproducen como conejos, métodos anticonceptivos, incluso aunque ni coman lo suficiente, ni tengan médicos o vacunas o medios elementales para saber leer el prospecto de las píldoras poscoitales. Hay que financiar ejércitos de médicos, desde luego sin fronteras, que puedan hacer abortos libres y gratuitos y si pueden, de paso, a ligar trompas. Total, si estas mujeres no saben leer y firman cualquier papel que se les ponga en el paritorio. Y así, con menos gente, estaremos mejor preparados para afrontar el cambio climático. Del “estilo de vida” ni hablamos. Y de empezar a liquidar, si es que de limitar a la población se trata, a los muy consumistas adultos (fijen ustedes la edad adecuada) de los países ricos que escriben estos indecentes y delictivos artículos, y que cada uno de ellos consume como mil africanos y además sigue adorando un sistema por el que cada año hay que consumir un 3% más que el anterior, tampoco hablamos. Hay tabús supremos que a lo que se ve, ya sí se pueden abordar, como es el de meter mano a destajo a la natalidad de las poblaciones desfavorecidas, antes de que hayan visto satisfechas incluso sus ganas de comer. A su derecho a la reproducción humana. Mientras, El intocable tabú supremo del “estilo de vida” (ergo consumo y gasto vergonzosamente alto e innecesario de un modelo enfermo de gordura) sigue gozando del derecho de veto.