Contributed by: Fernando López on Martes, 27 Septiembre 2005 @ 18:44 CEST
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Tomemos un ejemplo simple. Cualquier persona que naciera a mediados del siglo XVIII y viviera su promedio de cuarenta a cincuenta años no veía trastocada en gran medida su vida cotidiana. Generalmente no se movían más allá de ciertas zonas conocidas, comían y vestían casi de la misma manera durante toda su existencia, se comunicaban, dificultosamente, por un correo de postas y se trasladaban gracias a la tracción a sangre. La vida podía ser trastornada por las habituales guerras o por transformaciones revolucionarias, pero la cotidianeidad de los recursos no cambiaba ni por las guerras entre monarquías ni al grito de “igualdad, libertad, fraternidad”. Un siglo y medio después el cambio fue abrumador. Mis abuelos, por ejemplo, nacieron en los últimos años del siglo XIX, una en Montevideo y el otro en un pueblito de Asturias. En ese entonces la población mundial no superaba los 1.000 millones de habitantes desde hacía mucho tiempo. Montevideo contaba con tranvía de caballos, y para llegar a las ciudades del centro del Uruguay sólo se podía usar la diligencia. En sus largas vidas vieron como todo cambió con rapidez. Cuando murieron a mediados de la década de 1980, habían visto la imposición de la era del automóvil, el nacimiento de la aeronáutica, de la era nuclear, de los vuelos supersónicos, la aparición de los sintéticos y la hegemonía del plástico. Vivieron la carrera espacial, vieron pasearse al hombre en la luna -obviamente que por televisión- y murieron cuando los trasbordadores espaciales orbitaban un planeta con 4.500 millones de personas. Hoy somos 6.500. Mi abuelo había llegado de España en 1908 luego de un viaje en vapor de veinte días. Cuando volvió para morir en su tierra, el avión lo dejó en Madrid en catorce horas.
Este cambio radical en los tiempos históricos hubiera sido imposible sin los combustibles líquidos derivados del petróleo. Hasta ahora fue relativamente fácil de encontrar y de almacenar, su abundancia “hoy en declive- y la practicidad de ser un líquido, permitió asentar la civilización del siglo XX en la seguridad petrolera. Así, hemos añadido más humanos sólo desde 1999 que los que jamás existieron en el mundo hace tan sólo unos pocos centenares de años. Esto es indicativo del increíble impacto que los combustibles fósiles han tenido sobre las sociedades humanas, generando una “sobrecarga” que cada vez se vuelve más difícil de controlar y de abastecer. No sólo los bienes de consumo cotidiano se fundaron en el oro negro, a lo largo de los últimos cien años, además, nos hemos vuelto “petrofágicos”, nos comemos el petróleo. Efectivamente, desde la “revolución verde” de mediados de los cincuenta, la expansión de los cultivos hizo aumentar el flujo de energía hacia la agricultura entre 50 y 100 veces. En Estados Unidos, solamente, se gastan 1.600 litros de petróleo para alimentar a cada estadounidense. Tengamos en cuenta que la producción de un kilo de nitrógeno para fertilizar requiere 1.3 litros de diesel. Si seguimos esa proporción, entre 2001 y 2002, sólo en USA los 12 millones de toneladas de nitrógeno para fertilizar los cultivos consumieron en su producción 96.2 millones de barriles de petróleo. En los últimos diez años casi se duplicó el consumo de combustibles fósiles en la producción agrícola. Nuestra dependencia del petróleo es total. La computadora en la que escribo esta nota no existiría sin la petroquímica, la revista que usted está leyendo tampoco. Observe su entorno: las salas de su casa, la ambientación de su trabajo, la calle por la que va en su automóvil y la vital electricidad. En todo hay plásticos o derivados del petróleo que han hecho sustentable nuestra vida moderna y los niveles medios del confort. ¿Estaremos liquidando este mundo?
De Hubbert a Bush
King Hubbert fue quien en la década del cincuenta previó el cenit petrolero norteamericano para inicios de los 70. Según esta tesis cuando la explotación de los yacimientos llega a la mitad, la extracción llega al cenit y de ahí en más, el recurso cae progresivamente hasta el agotamiento. A pesar del descreimiento general, su modelo se confirmó con exactitud y desde 1971 Estados Unidos se volvió un importador masivo. Campbell y Laherrère aplicaron el método de Hubbert a escala planetaria y concluyeron que entre 2005 y 2010 llegaremos al cenit mundial. Obviamente que esta situación tendrá -tiene- efectos políticos en nuestra época y consecuencias económicas que alterarán nuestras vidas.
A lo largo de los últimos años las pruebas se acumulan y los testimonios desde los centros de poder hacen cada vez más evidentes la llegada del cenit. Dick Cheney afirmó en 1999 los peligros del seguro agotamiento y en el Plan Nacional de Energía de 2001 el vicepresidente dejó en claro la necesidad de nuevas políticas mundiales para proveer un abastecimiento sostenible. La Agencia Internacional de Energía (AIE) integró en su último informe el cenit petrolero a sus análisis. El 16 de mayo de 2005 George W. Bush llamó de manera casi desesperada, a buscar nuevas formas de energía desde una planta de biodiesel en West Point, Virginia. Sin duda, la reunión con el príncipe Abdalá de Arabia Saudita no tuvo los resultados esperados. Los gobernantes wahabitas se comprometieron a aumentar su producción, hoy en franco estancamiento, recién para el 2009.
Los hallazgos de nuevos yacimientos caen en picada desde hace 41 años y las perspectivas son negativas. Quizá la única posibilidad sea perforar la plataforma submarina, con un altísimo costo y sin la seguridad de encontrar cantidades económicamente rentables. Las opciones son pocas y las decisiones políticas que se han tomado hasta ahora no presentan perspectivas positivas. Podemos sintetizar en tres las posibilidades a futuro: